Acerca de hacer terapia en línea

Contexto: En enero del 2019 mi familia (pareja, perrija y yo) decidimos mudarnos de la Ciudad de México a Santiago de Querétaro. Eso implicó ahorrar durante ese año y planear los pasos que para subsistir en una nueva ciudad son necesarios.

Así lo hicimos, sin embargo, no contábamos con la astucia de la pandemia que si bien inició un mes antes (diciembre de 2019) nunca imaginamos su alcance. Para febrero de 2020 instalados ya en nuestro nuevo hogar, emprendimos un negocio llamado Inspira, Centro de Desarrollo Artístico y Humano que ha logrado subsistir y estar actualmente en crecimiento gracias a mi pareja.

Yo enfoqué mi atención a impartir cursos en línea y buscar también hacer terapia en esa misma modalidad. Poco a poco he ido teniendo oportunidad de compartir con personas de México y otras partes del mundo realizado ambas labores. Es sobre mis reflexiones respecto a ello que quiero compartirte hoy.

No es algo que haya pensado poco, de hecho, quisiera que iniciemos éste diálogo retomando algo que escribí hace algunos meses a propósito del tema y que denominé el “Phármakon de la pandemia”:

Nos alejamos para salvarnos y nos juntamos para no enloquecer la distancia es la cura y el mal. El mal de los humanos que a la base somos relacionales. ¿Cómo sostenemos la distancia si en tanto que, raíz del mundo del que hemos emergido nos mantenemos unidos a la tierra, a los otros?

Otras preguntas: ¿La presencia es necesariamente corpórea? ¿Existiríamos sin cuerpo? ¿El tacto es de piel a piel, únicamente? Nos conocimos en pandemia, ¿es eso conocernos?

Experienciar la vida en pandemia al menos una que se pasa en lo más próximo al aislamiento, como la he pasado yo, no prescinde del cuerpo. Posibilita su experiencia de modo más reflexivo o tal vez, nos deja observar un cuerpo que no es analizado siempre que se dice cuerpo a saber, el diálogo.

Nos vemos a distancia por aplicaciones diversas, ¿es eso tocarnos? Merleau Ponty (2013) diría que “un ojo que toca, también es tocado” empero, ese que se observa en la pantalla, ¿soy yo?, ¿eres tú?

La piel, en la pandemia, se ha transformado en diálogo, ese que, para el filósofo citado es la evidencia de la inter-encarnación con el mundo (Ponty, 1993). Y esto no saca de la ecuación al cuerpo, porque no hay diálogo sin cuerpo.

Yo siento al otro que me consulta, lo siento, aunque esté en Canadá, Uruguay, Colombia, Perú, en Ciudad de México, o Tabasco. Me siente, aunque me encuentre en Querétaro.  Nos conmovemos, nos reímos, suspiramos, nos acompañamos en el llanto. Y sí, lo siento en el estómago cuando comparte su tragedia o su alegría, en mis piernas cuando habla de algo que me agita, en mi cabeza, cuando intento invitar a otros más sabios a nuestra charla, en mis manos, cuando me despido, en mis brazos, cuando nos abraza el diálogo.

¿Y cuando no hay palabras? Le siento en todo el cuerpo.

Inicié diciendo que la distancia es cura y mal, siento que no hay distancia tan grande que sortee la amplitud del diálogo.  Esa disposición para el encuentro, nos abraza en un nosotros indivisible, ontológico.

Reparemos un poco en la palabra “nosotras”; por ella, ¿nos volvemos uno? Nosotras como masa indivisible, nosotras como uno, un solo cuerpo, una comunidad, “la comunidad de los unos”, dirá Jean-luc Nancy (2016).

Nos envuelve el diálogo sí, pero no para hacernos uno, sino para respetar nuestra singularidad. El uno que se singulariza por sí, para sí, con otros (Nancy, 2016).

La distancia no la es tanta cuando reparamos en senti-pensarnos dialogando. Porque sea que se ponga en videncia con la palabra, sea implícito en el pensamiento, se vibre en el silencio, se ejercite en los sueños, es el cuerpo del que no hay forma de desprendernos.

 

 

 

 

 

 

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